Cap. 04

«Del encuentro con Miguel, el de Cervantes y Saavedra en la plaza del mercao»

Hallábase el chico Cazuela en la Plaza de la Carnecería con la tía Filomena. No habían hecho nada más que bajar las hortalizas del carro, teniedo atada a la mula “Carbonera” a este, a un lado junta y de ramal corto. Las cosas de comer recién de la huerta, frescas, expuestas a la vista de los parroquianos bien colocadas y puestas. Bullicio había. El ajetreo corriente de los días en la plaza que todos los días tenía mucha vida, más aun siendo jueves. Jornada de llegares e idas, sobre todo forasteros y forasteras trayendo cosas de compra de las villas vecinas. Algunos se quedaban más de una jornada, y en ello se quedaban en la posada de la buena gente de la tía Felisa, donde sin llamar se entraba, si se terciaba, incluso hasta el corral, estando o no ella de por la casa o en quehaceres de alguna que otra vecina. Que siempre había modo de ayudarse los unos y los otros en salir de pequeños y diarios aprietos.
La hortelana Filomena y el mozo Cazuela pasaron algo más de media mañana espachando a vecinos y otros forasteros, sin muchos huecos entre venta y venta. La romana, bien equilibrada de peso y en precio, para no engañar, daba ligereza en las ventas, de a mucha cantidad y de a pequeñas. Los de esta villa no regateaban en demasía conociendo por justa y equilibrada la balanza en el puesto de esta gente que tenia la huerta por Los Marotos frente a la Dehesa. Que de conocerse de toda la vida a más de algunos fiaba a la buena fin, y al cuando pudieran, cebollas, patatas, tomates frescos o en sal, según al estilo y modo de las tinajas que llenaba la Filomena en su cueva de la casa suya en el Hondillo. Y, también, otros precises de personas de condición muy humilde. Ni cuenta hacia de lo deber a su caja ni a la corta ni a la larga sabiendo de penurias de vecinas en la villa.
Oyendo estaba el chico en la plaza las platicas de Diego, el herenciano. Hortelano a la vez, casado con la Paca, que de por cierto en Hondillo, cerca de la plazuela de las Cuatro Esquinas vivienda también poseían. Así pues, cerca de la casa de la Filomena, y bien conocidos que se eran. Por la plaza, unos compraban en los puestos, otros iban y venían. Muchos de cruzar por allí con otros menesteres, que si al Concejo, que si a Pozo Palacios, que si a la taberna, y más de uno a la herrería en la calle Tesorero que siempre alguna mula o borrico andaba a trompicones sin calza de hierro por esas vías.
Continuando la charla de Diego por en medio de la plaza seguía el mozo nieto de la Filomena. Atendía con el oído a las palabras que el hortelano herenciano conferenciaba, y estando en esas vio acercarse por la calle Tahona llegarse a los puestos y mercancías a gente con ropajes distintos y mejores a como los parroquianos de normal visten en sitio de villa y rural vida. De a lo largo quiso el muchacho reconocer con su vista y sonarle uno de los dos rostros de esos que viajeros que parecían. En cierto, y principio, no sabía la causa de parecerle esa cara. Vueltas le daba en su cabeza a recordar, pero no daba pie a saber de qué la entendía. Igual era alguien de la justicia más superior a las del concejo, provinciales, o del priorato propio, o de algún afamado, de paso de alguna vez por la villa. Sabido tenia la gran cabida de viajeros, carros y mulas en el mesón de La Chela, intramuros y en las afueras de las casas de la Villa Franca. Al lado contrario del río Riato y en donde muchos ratos pasaba entre mandaos de la tía Filomena en llevar con el carro hortaliza y frutas y otras veces en parlamento con quien por allí hubiera.
A los dos forasteros se les distinguía de capa social más alta del pueblo campesino, de tez blanca y manos finas. El de mejor vestir tenia hechura de comer todos los días, y el otro, aunque más bajo de altura, pareciera un poco espirituao y estar de media anqueta. Se andaban mirando de puesto en puesto, y en el de la tía Concha, que vendía retales y teletones observaron algo con más detenimiento. Aunque no parecía hacerles falta telas vistas las hechuras de las suyas propias vestidas. Pasaron a la altura de la posada, avanzando sus pasos a los puestos de la hortelanía, dando con el de la Filomena. De cierto, se pararon, mirando lo que había expuesto en más detalle.
El que llevaba zapatos picados, calzas enteras, ropilla y pretina, capa y gorra se interesó por algunas frutas. Las que allí había eran de los arboles de la huerta plantados junto a las regueras, albaricoques, cerezas, membrillos, ciruelas, higos y peras. Y melón de agua y melón chino. Tomates. Y pepinos.
-El de la capa, -dijo-. Buena señora, ¿podría ser echarnos unas ciruelas, higos y algunas peras? A unas doce onzas de cada. Y un melón de aquellos que tener buena señal se ven.
-A lo que ustedes dispongan- dijo la hortela-. Más el melón, ¿de cuál atiendo, de estos chinos, o de los de lengua pájaro?

Cazuela se había acercado al puesto viendo atender a su abuela a aquellos hombres, por ver que en compaña se hallaba la mujer, no fuera que de artimaña o engaño diera la venta a la postre. No solo el mozo se acercó al puesto, alguna mujer también así lo hizo, igual de paso para mirar, que lo mismo de estambrera, al ver los forasteros, por cucharetear. Que una aparentaba hacer la masa un vinagre.

(Continua)