“¡Ay qué pena, en qué tiempos vivimos, con cuánta rapidez cambia todo, cómo se están perdiendo los genuinos y auténticos valores esenciales que nosotros heredamos de nuestros mayores y los jóvenes están olvidando!”
Esta cita, con la que muchos se habrán identificado de inmediato y que no pocos considerarán acertadísima, la pronunció un tal Marco Tulio, de sobrenombre Cicerón (o sea, el del garbanzo, al parecer por una verruga que tenía el susodicho, hay que ver cómo se las gastaban los romanos con los motes) hace aproximadamente 2100 años, cuando él ya no era ningún jovencito. Bueno, ya imagináis que el “ay, qué pena” es una traducción castiza de la escueta interjección “o” ciceroniana.
Y es que los que vamos teniendo una edad, adquirimos una irrefrenable costumbre de quejarnos y lamentarnos del pasado perdido y de la actual decadencia cuando, seguramente, lo que sucede es que nos da mucho enfado reconocer la única e incuestionable pérdida a la que asistimos: la de nuestros propios días, los cuales tienen la maldita costumbre de pasar, según nos hacemos mayores, cada vez más irritantemente rápidos.
Me ha venido esto a la cabeza al leer la cita un tanto catastrofista de la catedrática y académica Inés Fernández Ordóñez con que nuestro ilustre prologuista (mi amigo y, sin embargo, querido y admirado José Luis Corrales) comenzaba su presentación. Porque también en el ámbito lingüístico es muy frecuente ese tono elegíaco y vaticinador de futuros desastres. En este sentido me sorprendió hace unos días un artículo de Fernando Lázaro Carreter en el que abominaba del escaso conocimiento y del progresivo descuido en el uso de la Ortografía por parte de nuestros jóvenes estudiantes. ¡Coño!, justo lo que a diario comentamos con hartura y escepticismo los que nos dedicamos a la docencia. El chasco llegó al final del escrito, en el que detallaba la fecha de su publicación: hace exactamente 40 años. Por lo visto siempre hemos estado en crisis, económica y cómo no, académica.
Los que somos pesimistas (aunque seamos pesimistas alegres, como Fernando Savater) pensamos que el mundo es bastante desastroso, pero quizá sea demasiado aventurado creer que sea un poco peor con cada generación.
En esto del lenguaje, decía, hay también quien piensa que, como el mundo, ha cambiado mucho y rápido con tanta tecnología y tanto adelanto, y que ese cambio va a suponer una pérdida y un empeoramiento irrecuperables. Voy a intentar contradecir estas dos ideas.
No es cierto que las lenguas cambien más rápidamente con los nuevos medios, sino todo lo contrario. Veamos: en la península ibérica se hablaba hasta el s. V de nuestra era un idioma unitario, el latín, que se entendía no sólo por todos sus habitantes, sino por otros de diferentes partes de Europa, África e incluso Oriente Próximo. Pues bien, tras la caída del Imperio Romano y la desintegración política resultante, esa lengua hablada y entendida por todos evolucionó a tal velocidad que en un par de siglos los habitantes de la península itálica no entendían a los de la Galia, ni éstos a los de Dalmacia, ni a su vez estos últimos a los de Hispania, porque en ese poco tiempo se habían gestado, de un solo idioma, varios irreconocibles entre sí: el italiano, el francés, el rumano, el occitano y otros. Es más, dentro de un espacio geográfico relativamente pequeño como la península ibérica, los del Oeste terminaron por no entenderse con los del Este, ni éstos con los del centro; y a su vez, ninguno entendía ya la antigua lengua común. Era el mito de Babel, pero ahora hecho realidad sin intervención divina alguna.
Pero no paró ahí la cosa. La evolución y el cambio eran tan rápidos que los ahora ya castellano-parlantes del siglo X, difícilmente hubieran podido entablar conversación (de ser esto posible) con sus descendientes del s. XII, ni éstos con los del XIV. Y ello, pese a hablar una supuesta misma lengua: el castellano, llamado más tarde español. La evidencia de esta sorprendente realidad la podemos comprobar en las ediciones actuales de la que se considera la primera gran obra literaria en castellano: el Poema del Mío Cid, en las que generalmente se suele acompañar el texto original en castellano con una “traducción”… al castellano. En efecto, un suceso algo surrealista: que un texto deba ser traducido a su propia lengua.
¿Por qué sucedía este cambio tan rápido? Pues porque nuestros paisanos de entonces iban cometiendo una serie de “errores” en la pronunciación (como suele ser normal en el lenguaje oral) y al no haber un registro escrito ni medios fijadores como la radio y la televisión (o sea, nuevas tecnologías), ese error enseguida se convertía en norma y se olvidaba pronto la pronunciación anterior. De hecho, muchos de esos errores fonéticos que dieron lugar a las lenguas romances son idénticos a los que José Luis Corrales ha apuntado para el habla chelera. Algunos ejemplos:
– También ellos se comieron la “d” intervocálica, como nosotros cuando decimos “cansao”, “apañao” o “cerrao”. Pero ahora esa “d” no se pierde definitivamente porque la ponemos al escribir o la encontramos al leer o la escuchamos en los medios de comunicación a todas horas. En cambio, los hablantes latinos que decían “limpidum” se comieron la “d” y nos quedamos ya para siempre con “limpio”. Lo mismo con “fidelem”, “crudelem” o “credere” que pasaron a “fiel”, “cruel” y “creer”, aunque curiosamente la “d” se mantuvo en “fidelidad”, “crudeza” y “credulidad”, dando lugar a eso que los estudiosos llaman cultismos, palabras que mantienen la raíz latina. Y los antiguos no sólo omitieron la “d” intervocálica, sino las otras dos oclusivas sonoras, “b” y “g”. Por eso los pretéritos imperfectos de indicativo de la 2ª y 3ª conjugación “legebam” o “audiebam” han acabado en “leía” y “oía” (la 1ª ha conservado la “b”: “amaba”) y “regina” y “ligare” han pasado a “reina” y “liar”. Existe también “ligar”, lo que supone eso que llaman los estudiosos un “doblete”, o sea, la existencia de dos palabras españolas procedentes de una latina. “Ligar” y “liar” son un doblete, lo mismo que “solitario” y “soltero” (solitario-solitairo-solitero-soltero), “delicado” y “delgado” (delicado-deligado-delgado), “operario” y “•obrero” (operario-operairo-operero-oberero-obrero) u “opera” y “obra” (opera-obera-obra). Nótese que normalmente el sentido de cada palabra del doblete es diferente, generalmente la más cercana al latín suele ser más culta o tener un carácter causal: el solitario suele quedarse soltero; el delicado puede acabar delgado; un operario suele tener más formación que un obrero, al igual que una ópera es algo más fino que una obra.
– Pues eso mismo, perder las oclusivas sonoras intervocálicas es lo que hacemos al pronunciar “miaja” por “migaja”, “piazo” por “pedazo” o “despiazar” por “despedazar”. Lo mismo en “hoguera”, que pasaría a “hoera” (pérdida de “g” intervocálica), a “huera” (diptongación) y finalmente a “güera” (es normal crear una gutural sonora en los comienzos con “u” semiconsonante: “güevos”, “güerta”).
– La “u” breve la abrieron a “o”: “limpidum”, “focum” y “cultum”, tras perder la “m” final, pasaron a “limpio”, “foco” y “culto” (por cierto que “foco” pasó a “foc” en catalán, y a “fogo” y luego a “fuego” en castellano; foco y fuego son, pues, un doblete), justo lo contrario de lo que ha pasado en algunos pueblo cercanos al nuestro (Consuegra y Villa de Don Fadrique, que yo sepa) en los que han terminado pronunciando la “o” como “u”: cansau, apañau, cerrau. Lo mismo que en el catalán, en el que, aunque mantienen la grafía, cierran algunas oes átonas: “montar” lo pronuncian “muntar”. A veces es así de caprichoso el camino. Y es que la vacilación del timbre vocálico es muy frecuente, sobre todo entre vocales fonéticamente cercanas: es habitual la confusión entre “e”/“i” y “o”/“u”. Por eso en el pueblo decimos que quien tiene “gorrufos” (que, por cierto, no viene en el DRAE), tiene el pelo “engurrufao”; y hay quien pronuncia “pudrido”, “hinchir” o “melitar” en vez de “podrido”, “henchir” y “militar”. Tampoco es infrecuente la confusión entre “e” y “a” en diptongos: “paine”, “plaita”, “afaitar”. Curioso: en catalán, a raparse el pelo lo llaman, ¿lo adivináis? Pues sí: afaitar. Por eso hay palabras del catalán que a los castellanos nos suenan horribles. O peculiaridades como la de poner artículos con los nombres propios de persona, que en castellano queda vulgar, pero en catalán es normativo: la Lluisa, el Gregori.
– También los antiguos convirtieron los hiatos en diptongos, los cuales acabaron monoptongándose, o sea resultando una sola vocal. Por ejemplo, “Caesare” pasó a “César”, “aurum” a “oro” y “poena” a “pena”; “caelu” pasó primero a “celo” (se monoptongó) y luego a “cielo” (se diptongó), al igual que “fonte” pasó a “fuente” o “morte” a “muerte”, porque la “e” se diptongó en “ie” y la “o” en “ue”. Esos mismos pasos han sucedido en el habla de Villafranca, por eso la palabra “maestro” no la pronunciamos trisílaba, sino bisílaba “maes-tro” (sin haber llegado a monoptongar el diptongo, como sí hizo el catalán “mestre” o el francés “maitre”, que suena “metr”). Y por eso había quien proponía para el diccionario el término “gorrato”, mientras otros (yo mismo) decían utilizar “guarrato”. Y por eso mismo (diptongación de la “e” tónica), en el pueblo bebemos “giniebla”, a “diferiencia” de otros, donde prefieren la ginebra.
– También confundieron la “r” y la “l” en posición final. Por eso la palabra “arbore”, tras perder la “e” final pasó a “arbor” y luego a “árbol” y así quedó para siempre. Lo mismo que “carcere” pasó a cárcel. Eso es lo que en Villafranca hacemos con los infinitivos, por eso vamos a “podal”, a “aral” o a “vendimial”, de la misma manera, por cierto, que las caribeñas llaman a sus enamorados “amol”. La confusión entre “r” y “l” final es tan caprichosa que he oído a más de un chelero echarle “sar” a la comida para que esté más sabrosa y poder comérsela a la sombra del “árbor” (o sea, retornando a la forma latina), incluso de un “árbor mu arto” (también frecuente en Andalucía). Los catalanes no confundieron la “r” de “arbore” y o por eso dicen “arbre” (sí sincoparon la “o”), pero curiosamente al establecimiento donde “afaitan” y cortan el “pel” lo llaman “perruqueria”, dando lugar a otro de esos palabros que nos rechinan a los castellano-hablantes.
– A veces la “r” se cambió de lugar (metátesis), como en “inter” o “quattuor”, que pasaron a “entre” y cuatro”; o se intercambió la “r” y la “l” de una misma palabra, como en “periculum”, que pasó al italiano “pericolo” pero al español “periclo” y más tarde a “peligro”. Los mismos descuidos convierten en muchas cocinas las “croquetas” en “cocretas” o incluso en “cocletas”, y los “Gabriel” en “Grabiel”. En Villafranca no sólo metatizamos la “r”, sino algunos otros fonemas, como en “dádiva” que pasa a “dávida”. La coincidencia de varios cambios en una misma palabra la pueden hacer irreconocible: en “abotargado” hemos omitido la “d”, hemos cerrado la “o” en “u” y hemos metatizado la “r”, dando nuestro castizo “abutragao”. En “pared” hemos perdido la “d” final: “paré”; hemos metatizado la “r”: paer”; y por último hemos convertido el hiato en diptongo, pasando el acento de la “e” a la “a”: “páer”, que resulta ya incomprensible para quien no la conozca, como compruebo cada año pronunciándosela a mis alumnos.
– Y hablando de “r”: en castellano se conserva la “r” final de los infinitivos, a diferencia del catalán o el francés que, aunque la escriben, no la pronuncian. Ya hemos dicho que en el pueblo se suelen confundir con “l”, pero a veces también la omitimos, sobre todo en los infinitivos seguidos de pronombres enclíticos: quiero “ponémelo” o voy a “decíselo”. O también podemos omitirla en posición intervocálica: “quieres” pasa a “quiés” o “mira” a “miá” y a “ma”, dando lugar a dos expresiones sabrosísimas: “¡miá tú!” y “ma que, ma que”, cuya procedencia yo mismo ignoraba hasta la confección de este diccionario tan ilustrado.
– Los antiguos hablantes de la península crearon el sonido “j”, inexistente en latín, a partir de algunas secuencias fonéticas como “c’l” o “g’l” resultantes de una síncopa o “li” seguida de vocal. Así “regulam” pasó a “reg’la” y luego a “reja” (aunque conservamos la raíz latina en “regular”); “tegulam” a “teg’la” y a “teja”; “auriculam” a “oric’la” y a “oreja” (pero “auricular”); “filium” a “fijo” y a “hijo” (pero “filial” o “afiliar”). En Villafranca también hemos creado el sonido “j” en alguna secuencia fonética, sobre todo a partir de aspirar una “s” en posición implosiva ante fonema gutural. Por eso decimos “ej que” en vez de “es que” o “dejraciao” donde los más finos pronuncian “desgraciado”.
– En la lengua funciona la ley del mínimo esfuerzo, se intenta expresar lo máximo con los medios mínimos; o sea, lo contrario de lo que hacen los imbéciles que repiten constantemente “ciudadanos y ciudadanas”, “españoles y españolas” o, ya puestos, “miembros y miembras” y “portavoces y portavozas”. Esa ley del mínimo esfuerzo hace que en la lengua hablada omitamos sonidos consonánticos o vocálicos. Las vocales solían omitirse en posición débil, o sea, ante la tónica (pretónica) o tras la tónica (postónica). Así “amore” pasó a “amor” o “sole” a “sol” (no en italiano, como nos recuerdan las canciones: oh solemio!Volare! El italiano es la lengua romance más cercana al latín); la pérdida de la vocal final se llama apócope; “gran” y “san” son las formas apocopadas de “grande” y “santo”. Pues apócope es lo que hacemos al decir “en ca la abuela” o “no quió na”.
– A la pérdida de la vocal interior la llamamos síncopa: “ásinum” pasó a “asno”, “lítteram” a “létera” y a “letra” (pero tenemos “literal”, “literatura”), “populum” a “popolo” (italiano), a “pobolo”, a “poblo” y a “pueblo” (tenemos “pueblerino”, pero también “popular”). Bueno, pues ni más ni menos que síncopas son lo que hacemos en el pueblo cuando pronunciamos “buenismo” o “muchismo” en vez de los correspondientes superlativos “buenísimo” o “muchísimo”, lo cual nos hace “pueblerinos” más que “populares”. O lo que hacemos al convertir “quieres” en “quiés”. Recuerdo a un vendedor en el mercadillo de los jueves ofreciéndole su producto a una señora que pasaba delante de su puesto. Como la señora iba muy emperifollada y con pinta de ser muy pija, el vendedor se dirigió a ella de la manera más fina que supo y le soltó: “chica, ¿no quiés nada?” (anécdota real como la vida misma que presenció un servidor). Le pasaba a este vendedor lo contrario que a otro que iba por las lagunas en verano ofreciendo bebidas frescas a los acalorados bañistas. Se paseaba con una especie de nevera gritando con mucho énfasis: “¡llevo Fantas, Coca-colas, CE-RE-VE-ZAS!”. Su afán enfático lo llevaba a hacer algo así como el camino contrario, en vez de sincopar, desincopaba, o sea, añadía una sílaba inexistente (real como la vida misma de un servidor). Síncopa es también lo que hacemos al omitir la primera sílaba de “enjalbegar”, que pasa a “jalbegar” o de “delantero” que pasa al irreconocible “lantero” (yo desconocía esta procedencia, nunca imaginé que un mozo “lantero”, o sea, un mozo “rancio” era etimológicamente el mozo que va por delante, en el tiempo, se supone, y, por tanto, a quien por edad ya le correspondería estar casado). Síncopa y confusión de “r” y “l” es también el paso de “alrededor” a “alredol”.
– En la evolución del latín hubo también asimilaciones: dos fonemas en contacto se hacían iguales, es decir, similares. “Ursum” pasó a “orso”, a “osso” y a “oso” (hace un par de años una compañera me presentó a su novio, de nombre Urso; él mismo desconocía que se llamaba “Oso”; es más frecuente la forma femenina en diminutivo: “Úrsula”, que vendría a ser “Osita”). A su vez, “septem” pasó a “sette” y a “siete” (pero tenemos “séptimo”). “Cumlaborare” (laborar con) pasó a “col-laborar” (esa es la procedencia de las eles geminadas en catalán) y a “colaborar”. Bueno pues la asimilación es lo que explicaría que “gol reñido” pase a “gorreñido” y a “gorriñío”, que es un juego al que dedicamos media vida los niños de mi generación: era el único partido de fútbol posible cuando sólo había tres o cuatro jugadores.
– En Villafranca, una “espuerta”, además del recipiente en el que se echan las uvas en la vendimia, es la pareja de personas que vendimian alzando de la misma espuerta. Éste fenómeno no es nada raro, es lo que en literatura se llama sinécdoque o metonimia, figuras muy usadas en poesía. En la lengua coloquial no son infrecuentes estas licencias. Un caso curioso es el de la palabra “cathedra”, que significaba “asiento” y que ha pasado al castellano como cultismo “cátedra”: asiento donde se sienta el catedrático y por extensión, cargo que ocupa; y también como palabra patrimonial (tras la sonorización de la sorda intervocálica “t” y la omisión de la sonora “d”) ha pasado a “cadera”, o sea, la parte del cuerpo en contacto con la “cathedra” o asiento. En catalán la palabra silla es “cadira”.
En fin, así es como la lengua cambia cuando es sólo oral, con tal rapidez que en pocos siglos un idioma se convierte en otro. Cuando explico estas cosas a mis alumnos, siempre hago un experimento con ellos: les pronuncio una conversación que oí por la calle a dos viejecetes, para ver si la entienden. Uno saludó con un grito al otro, que iba por la acera de enfrente: ¡Yeh” (con una entonación imposible de transcribir); el otro correspondió: ¡Yeh!, ¿ande vas? (hasta aquí mis alumnos me entienden); pero cuando escuchan lo que contestó el otro: “ayviajalbegarlapáer”, se quedan a cuadros y tengo que traducírselo: ahí voy a enjalbegar la pared. Y les explico los pasos fonéticos que han provocado que no entiendan una frase de perfecto castellano… chelero.
Así sucedió con el latín y luego con el castellano antiguo, pero en el s. XV un invento tecnológico revolucionario cambió radicalmente la situación: la imprenta. Es fácil imaginar lo que ésta supuso para la fijación de caracteres, sistematización de normas y unificación de criterios; y, lo que es más importante, para el acceso a la escritura de porcentajes de población cada vez mayores, hasta llegar a nuestros días, en que es difícil imaginarse la vida analfabeta. Y a partir de entonces, el cambio en la lengua se ralentizó enormemente. Lo cual ha hecho posible que podamos leer, sin necesidad ya de traducción, toda la literatura escrita en castellano en los últimos quinientos años; e incluso que podamos disfrutar de textos literarios de hace doscientos años (los que antes bastaban para desbaratar la comprensión) con la sensación de haber sido escritos antes de ayer (y si no, probad con Larra o Espronceda).
Es pues obvio, que el español ha cambiado en esencia muy poco en los últimos quinientos años. Cuando decimos “en esencia” nos referimos a lo más profundo de la lengua: la fonética, la morfología y la sintaxis. Cuando hablamos del español rural o del chelero, no nos referimos a otra cosa que a ligeras variaciones léxicas más o menos numerosas y a unas cuantas, pocas, diferencias en la pronunciación. Y justamente el campo de las palabras, la semántica, es la parte más superficial y la que menos afecta a ese complejo engranaje que es la Gramática: ese milagro que todos los hablantes de una lengua sabemos, sin saber que lo sabemos, y lo que es más sorprendente, sin que nadie nos lo haya enseñado. Fijaos que nadie, por muy español rural o ágrafo que sea, diría una frase como: “el jugadores motivadas luchar próximo partida para victoria”. Bueno, nadie, excepto los entrenadores de fútbol extranjeros, que no consiguen hablar español correctamente ni aunque los maten (para qué, dirán, con la pasta que nos pagan). Y hasta el más analfabeto hablante se escandalizaría de escuchar tal desastre gramatical y sería capaz de corregir la concordancia de género y número entre artículo y sustantivo, y entre éste y su adjetivo; la concordancia de persona y número, entre sujeto y verbo; la necesidad de artículo determinado para nombres no desconocidos. Y todo esto sin saber lo que es la concordancia, ni el género, ni el número, ni el sujeto, ni el predicado, ni pitorras en vinagre.
Que una lengua cambie, ¿es bueno o malo? Cuando les pregunto esto a mis alumnos, les hago un pelín de trampa: en vez de preguntar si les parece bueno que la lengua cambie, les pregunto si la lengua ha de progresar; y entonces me contestan al unísono que sí, sin saber seguramente lo que quieren decir con ello. Y es que algunas palabras, como progreso, gozan de gran prestigio, tanto que nadie (desde ninguna opción política) quiere renunciar a ellas: todo el mundo se postula como progresista, hasta los mismos que, a la vez, dicen ser conservadores. Pero hay asuntos en los que la conservación es más progresista, o al menos más sensato, que el cambio, y así lo entendieron los primeros grandes progresistas de la historia, los pensadores de la Ilustración, que inventaron aquello de “limpia, fija y da esplendor”, una tríada coetánea de aquella otra de “igualdad, libertad, fraternidad”. Desde luego, lo que sí ha ocasionado esta ralentización del cambio, este “conservadurismo” lingüístico es la pérdida de posibles nuevas lenguas y de sus variantes dialectales. Quizá de haber seguido todo como en la Edad Media, el castellano hubiera evolucionado al manchego y al leonés. A su vez, aquél quizá al toledano y al ciudarrealeño; y también, por qué no, al villafranquero y al camuñano; e incluso nos atrevemos a imaginar el pozopalacense, el callecristense o el barriofliense. Y esto no es ninguna exageración, pues en las discusiones que han tenido lugar en la confección del diccionario chelero, surgían palabras que parecían de uso exclusivo de un solo barrio, a veces de una sola familia.
A cambio, lo que el conservadurismo ha traído es la consolidación de una lengua integradora y unificadora, utilizada desde hace siglos en varios continentes y con la que uno puede viajar ya casi por todo el mundo, y que a su vez ha sido el vehículo de la mejor creación literaria desde los tiempos de griegos y romanos. Que cada uno decida lo que prefiera. Visto lo que está pasando en la actualidad política española, donde los nacionalismos no dejan de plantear con pesadez exasperante sus reivindicaciones particulares, enarbolando conceptos como “signo distintivo”, “carácter identitario” o “hecho diferencial”, yo me cuido mucho de idolatrar lo particular. Viene bien recordar en este sentido que los griegos llamaban al hombre particular “idiota”, frente al hombre que defendía lo común, la “koiné, y la vida en sociedad, “politiké”. Así que no seamos excesivamente “idiotas” y no nos olvidemos de que cuando hablamos con orgullo de las peculiaridades del lenguaje rural, éstas también son una consecuencia de una sociedad más aislada, más cerrada, menos culta y, por qué no decirlo, más ignorante y ágrafa. Esa ignorancia que conduce a decir pisada en vez de digitación, cocleta en vez de croqueta, güisqui por kiwi; o a llamar “federico” al cacharro en el que se refrescan los botellines, “piloteca” al lugar en el que bailan los jóvenes, o “paralís” a lo que impide caminar a algunos accidentados. Y esto puede ser simpático, pero no deja de ser, a la vez, penoso. Porque los que somos pesimistas, no dejamos de pensar, sin embargo, que el progreso y la mejora de las condiciones de vida han de venir de la mano de la ciencia y el conocimiento.
En fin, creo que hemos hecho bien al preocuparnos por recopilar palabras típicas del lenguaje chelero para que pervivan en nuestra memoria. Creo que es un empeño que tiene que ver más con el sentimiento que con la razón, más con la nostalgia que con la Lingüística. Porque es cierto que las palabras, sobre todo aquellas que vamos dejando de usar, son fogonazos de vida que están ya siempre latentes en nuestra memoria y forman parte de nuestro sentir. Yo he disfrutado mucho de este trabajo, del que sólo he sido un colaborador tangencial, porque para mí, una palabra como “cachetina” me devuelve de inmediato mi imagen de niño de ocho años golpeándose la espoalda con las manos, en un intento vano de entrar en calor antes de estrenarme en el noble oficio de coger sarmientos. O cuando alguien propuso la expresión “rión, rión” se me vino a la cabeza una plaza de España (un Roce, un Pozo Palacio) repleta de niños jugando a este juego y a otros no menos brutotes, pero sin duda más sanos y propicios para la vida social que las sedentarias e “idiotas” videoconsolas. También, por poner otro ejemplo menos beatífico, a veces me he acordado de alguna persona de esas a las que no puedes soportar y con las que quizás has tenido que tratar en exceso y, claro, has llegado a tenerle un “asco negro”.
Creo, pues, que se ha hecho un trabajo acertado y, desde luego, voluntarioso y bienintencionado. Pero pienso, a la vez, que no hay que alarmarse en exceso por lo que les suceda a las lenguas, pues éstas son el instrumento transitorio mutante y accidental de esa otra cosa más universal que es el lenguaje. Y el lenguaje, como la energía, ni se crea ni se destruye, sino que se transforma. Y si, como vaticinaba acertadamente José Luis en su magnífico prólogo, se van perdiendo todas las lenguas hasta quedar una sola, quizá no estaría tan mal. Dejaríamos así de emplear tanto tiempo en estudiar, siempre con frustración, las lenguas ajenas imposibles. Y, además, se cerraría el círculo que empezó cuando Dios castigó a los hombres por su soberbia haciéndoles hablar a cada uno de forma diferente y convirtiéndolos así en más débiles y egoístas.
Y ya puestos a ir para atrás y volver a los orígenes, una vez situados ya antes de Babel, de otro saltito a lo mejor podríamos ser readmitidos en el paraíso terrenal. Que allí sí que se tie que estar ricamente, no como puaquí, que estamos aviaos.